¡MADRE!

El Año de la Fe proclamado por su S.S. Benedicto XVI se acerca. El próximo 11 de Octubre dará lugar su apertura.
El itinerario seguido por Benedicto XVI a lo largo de su pontificado parece que ha querido llevarnos desde los fines hasta los principios a través de las virtudes teologales.
"Deus Caritas est", "Spes Salvi", "Porta fidei"; el Amor de Dios que es nuestra Esperanza en la que depositamos nuestra Fe.
Ese Amor de Dios que es Caridad y que es el que nos presenta, como novedad radical, la Resurrección de Jesús, como primicia de la resurrección que esperamos al final de los tiempos. Fe que deseamos vivir y redescubrir como una adhesión singular a la persona de Cristo. Fe que es el presupuesto de nuestra esperanza y la propulsora de nuestras vidas hacia la Caridad eterna que deseamos alcanzar.
Jesús, único Salvador del mundo. Jesús nuestra salvación y la salvación del mundo. Sin exclusiones, pero sin relativismo alguno.
Fe, sí, en Cristo y en la Iglesia Católica, Iglesia en la que subsiste la Iglesia de Cristo y que, bajo el deposito de la fe,configura el contenido de nuestra fe, la cual que debemos hacer vida.
Fe de la Iglesia que no es otra que la fe en Cristo. Fe de la Iglesia que encontramos sin ambigüedades ni equívocos en el Catecismo. Catecismo para completar y entender nuestra fe en la trasformación de nuestras vidas al modo de la vida de Jesús, nuestras mentes al modo de la mente de Jesús, nuestro corazón y nuestra alma al modo del Sagrado Corazón de Jesús.
Fe para vivir en la Esperanza cierta de la Caridad que alcanzaremos por los méritos de Cristo y la Salvación en Él realizada. Caridad que una vez, más alla de la muerte, en la presencia de Dios es la única virtud que podremos conservar.
Fe, Esperanza y Caridad.
"Amor del asentimiento que es lo que santifica" como diría nuestro estimado Mons. Fernando Sebastián.
No se bien en el contexto en que Albert einstein dijo que "la ciencia sin religión se encuentra tullida, y la religión sin ciencia es ciega", pero entiendo que esta afirmación al igual que aquella otra en la que afirmaba que es más fácil lanzar un monton de tornillos y chatarra hacia el cielo y que caiga como una locomotora perfectamente ensamblada y montada que el mundo y universo que el contempló fuera producto de una casualidad, responden a la profunda inquietud y cuestionamiento personal que por encima de toda tesis científica conformaba la vida del genio de la física.
Nunca he encontrado oposición entre ciencia y religión (quizás deberíamos de hablar de teología y ciencia), ni entre fe y razón. Siempre he bien entendido que los campos y dimensiones que configuran el ser humano con respecto a la religión y a la ciencia son bien distintos y diferenciados y quedan libres, en un uso limpio y bien intencionado de cualquier interferencia mutua.
Como hombre de profunda fe, contemplo la ciencia, al igual que el entendimiento y la razón, como un don de Dios que permite al ser humano acercarse a su creador y contemplar las maravillas de Su hacer eterno.
Como persona que demuestra un profundo respeto y un gran interés por todo avance científico, contemplo la religión como aquella dimensión trascendental del ser humano, que por propia definición, queda fuera del objeto y de las posibilidades de la ciencia.
Bien es cierto que cuando ciencia o religión traspasan sus propios campos que los dimensiona, dejando de ser ciencia y dejando de ser religión, dan lugar a conflictos que nunca debieran haber surgido.
Cuando hago presente la afirmación del Génesis que nos manifiesta que: "El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida y así el hombre llegó a ser un ser viviente"; y contemplo los maravillosos descubrimientos paleontológicos y las maravillas que nos presentan las distintas teorías sobre la formación y la evolución de las especies, no puedo sino que estremecerme al contemplar, en lo que la ciencia nos presenta, el eterno acto de hacer de Dios.
Parecen días, éstos, de duros cuestionamientos. Hoy me asalta la consideración de si el "infierno" es adecuado a nuestras pastorales actuales. Quizás, me dicen, está reservado sólo extraordinariamente a aquéllos, que tambien extraordinariamente no caben en la infinita misericordia de Dios. De esta forma, quizás, el concepto de "infierno" no debería ser apropiado en nuestra evangelización, y cuanto más deberá ser relegado a una mera mención, a modo de anecdota, para no olvidar la posibilidad extraordinaria de ser tan malo como un demonio y ganar así un lugar entre ellos.
La teología de los "novísimos" da mucho de sí y no es cuestión de soterrarme en el blog, pero si que creo adecuado presentar algunas verdades de fe que nos muestra, como siempre, el Catecismo de la Iglesia Católica:
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31–46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43–48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehusan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41–42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13–14).
1056 Siguiendo las enseñanzas de Cristo, la Iglesia advierte a los fieles de la "triste y lamentable realidad de la muerte eterna" (DCG 69), llamada también "infierno".
1861 El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana contra el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es eliminado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
La demonología siempre a sido un area fascinante dentro de la teología. La doctrina sobre la existencia de los demonios y sus manifestaciones ha sido constante y clara a lo largo de la historia de nuestra amada Iglesia Católica. Acudí, en este curso, a la consulta del Nuevo (lo de nuevo es relativo, ya que se trata de una edición de hace 20 años) Diccionario de Liturgia de Ediciones Paulinas, dirigido por D. Sartore y Achile M. Triacca y adaptado a la edición española por Juan María Canals. No pretendía otra cosa sino recoger un esquema claro y conciso que presentar a mis alumnos de Bachiller sobre la existencia del exorcismo como sacramental de la Iglesia Catolica y su funció y efectos en la lucha contra aquellos seres espirituales que otra hora se alzaron en rebelión contra Dios y su criatura. Mi sorpresa fue máxima cuando pude comprobar que en esta publicación presuntamente católica, en la voz exorcismo, se me ofrecían afirmaciones tales como: "Es muy probable que los demonios, tal como se entienden comúnmente no hayan existido nunca; que posesiones auténticas jamás hayan tenido lugar, y, en consecuencia, que los exorcismos no hayan estado y, por consiguiente, nunca estén justificados." "Si demonios y posesos no han existido nunca, los exorcismos ni deberían haberse practicado ni deberían practicarse en el futuro. No sólamente son inútiles, sino también, como ya se ha insinuado, son potencialmente muy nocivos y perjudiciales." "El diablo no tiene nada que ver con lo que los relatos evangélicos denominan demonios." "También ha quedado claro que ni Jesucristo ni los apóstoles practicaron exorcismos, ni como se concebían en aquel tiempo ni como se conciben en nuestros días." "En aquel tiempo (vida de Jesús), de una mentalidad protológica o prelógica, más primitiva que la nuestra, se atribuía posesión a aquellas enfermedades que hoy día pertenecen al grupo de los desórdenes orgánicos cerebrales." Quizás el buen J.B. Cortés sj, no ha tenido tiempo de confrontar tales y otras afirmaciones de su artículo con la doctrina de la Iglesia Católica que a todos nos es accesible:
C.I.C. 391 "Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali" ("El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos") (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 800).
C.I.C. 414 Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre en su rebelión contra Dios.
C.I.C. 550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26–39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").
C.I.C. 1673 Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó (cf Mc 1,25s; etc.), de él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo síquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse , antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad (cf. CIC, can. 1172).
Podemos constatar que la confusión doctrinal a la que la comunidad de creyentes católicos estamos sometidos es cada día más creciente. La reinterpretación de las Verdades que la Historia de la Salvación trasmite a través de la Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento da lugar a que libros de texto católicos defiendan las tesis poligenistas condenadas y sancionadas por el Magisterio. Verdades eternas, como la influencia y maligna acción de los demonios en nuestro mundo y la sacramental acción del exorcismo, son negadas sin ningún tipo de rubor por sacerdotes y “doctos teólogos”. Nuevas reinterpretaciones presentan como verdades aquello que es contrario a la doctrina católica, situando al autor y a todo aquél que se deja seducir por tales afirmaciones, fuera de la comunión católica. Defensores de las desviaciones sexuales, de la disolubilidad del matrimonio, del abominable aborto aún en fases posteriores a la anidación, relativistas de la moral y la decencia. Innumerables estudiosos que ponen en tela de juicio el Santo Magisterio y la misma primacía del Vicario de Cristo y Sucesor de Pedro. Laicos, clérigos y religiosos que si no niegan, dudan de la presencia real, personal y sustancial de Cristo en la eucaristía. Católicos que desprecian los Sacramentos y en especial el de la Penitencia.
Ante todo esto, un camino seguro, el Catecismo de la Iglesia Católica: Cristo y de la fe apostólica depositada en la Iglesia y trasmitida inalterada hasta nuestros días.
El camino de seguimiento de Cristo implica ineludiblemente una transformación. Transformación plena, cósmica, crística. Configurándonos en Cristo nos adherimos a Él, alimentándonos con su Cuerpo y con su Sangre nos transformamos en él. "Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en su misma imagen, resultando siempre más gloriosos, bajo el influjo del Espíritu del Señor" (2 Cor. 3, 18).
La cristificación es consecuencia propia del camino de la Fe. Más allá de la simple consideración de los misterios, más allá de la lógica estructuración teológica, más allá de una vivencia eclesial y comunitaria imprescindible, el encuentro y aceptación del amor que Cristo derrama sobre cada uno de nosotros pendiente en la Cruz es, a través del Espíritu Santo, el motor transformador de toda dimensión de la existencia creyente. Fuera de la contemplación y experiencia personal y comunitaria del amor de Cristo inmanente y emanado en la Cruz, toda actividad, proyecto o programa no puede sino convertirse en esteril y vanal.
De tal forma vive esta experiencia de cristificación San Alfonso Mª de Ligorio que exclamará:
"Este amor es aquel que hace salir fuera de sí a las almas buenas, y las hace quedarse atónitas cuando se les da a conocer. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas; de aquí desear los martirios; de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y el pasearse sobre las brasas como sobre rosas; de aquí el desear los tormentos como convites, y holgarse de todo lo que el mundo teme, y abrazar lo que el mundo aborrece.
¡Oh Cruz!, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor. ¡Ensánchate, corona, para que yo pueda poner ahí mi cabeza! ¡dejad, clavos, esas manos inocentes y atravesad mi corazón y llagadlo de compasión y amor!
¿De donde nos vienen tantos bienes sino de la ´Pasión de Jesucristo? ¿Donde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tiene su fuente tantas luces de verdad, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos para cambiar de vida y tantos deseos de entregarnos a Dios, sino en la Pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el apóstol cuando lanzaba anatema contra quien no amase a Jesucristo: <>(1Cor 16,22)"
Hoy es Domingo 15 de Agosto día de la Asunción de Nuestra Sra. la Virgen María, Madre de Dios y Madre Nuestra. Este pueblo que a lo largo de los siglos a venerado, honrado y defendido los misterios de la Santa Madre de Jesucristo, hoy renueva con ferviente esperanza los votos de devoción y entrega a la purísima Virgen María.
Algunos se enfrentan a problemas a la hora de asumir en sus vidas los misterios que la Iglesia nos presenta como verdades de fe. Nunca entenderé como se puede aceptar el misterio más grande y poner pegas, problemas y objeciones a misterios que frente al gran misterio de Dios y su encarnación, quedan como gota de agua diluída en el gran océano.
El depósito de la fe llega intacto hasta nuestras manos, accede en nuestra inteligencia y penetra en nuestros corazones como alimento que recibimos de la Esposa engalanada con la sangre de los mártires. Así, fiel al sentir y a la fe testimoniada desde los primeros tiempos, el papa Pío doce, de feliz memoria, en la Constitución Apostólica Munificentíssimus Deus proclamaba:
"La augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, asociada generosamente a la obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos."
La alegría es un más que un simple sentimiento. La alegría es más que una actitud o una disposición. Alegría no es la simple respuesta emocional a cosas gratas o agradables.
Hay una Alegría, sí, con mayúsculas. Es la Alegría que ofrece la simpleza de estar vivo , de sentirse querido, amado. Es la Alegría del que da sin esperar nada a cambio. Es una Alegría fundamentada en el propio valor de la Vida, insuperable, inabarcable. Es la Alegría de la luz que disipa las tinieblas. Es la Alegría de la mansedumbre, de la esperanza, del que se sabe rescatado, protegido, defendido, salvado.
Es Jesucristo nuestra Alegría. Sí, ya lo he dicho, es más que una disposición, un sentimiento o una actitud. Es la propia vida que somos, creados, vivos. Descubrir la alegría de la criatura amada, de la criatura que indescriptiblemente amada es asumida por el Creador hasta el punto en que la funde con Él mismo como en nueva Criatura, esta vez con Vida, sí también con mayúsculas.
Cristo es la Alegría del alma del Padre (Is.), gozo y Alegría de María (Mt 1,14), Él completa nuestra Alegría (Jn 15,11), Alegría que ya nadie nos puede arrebatar (Jn 16,22).
Así gozamos de la alegría que mueve la esperanza en nuestros corazones. Alegría fruto del Espíritu de Jesucristo que junto con el amor, la paz, generosidad, benignidad, bondad y fe debemos acoger en nuestras vidas.
Alegría que Jesucristo nos ha dado y que el mundo pretende arrebatarnos a través del desprecio a la vida, y vida de los más inocentes. Alegría que sólo por quien procede es alegría imperecedera que sobrepasa cualquier injusticia e iniquidad.
Perdedores de batallas en una guerra que está ganada.
A falta del armisticio final, la guerra entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre la verdad y la mentira, entre Cristo y el mundo, fue ganada por Cristo en la Cruz. Prueba contundente de la Victoria es la Resurrección de Jesús.
A pesar de esto, los cristianos, soldados de la luz, nos sentimos en demasiadas ocasiones perdedores, perdemos demasiadas batallas en esta guerra que ya fue ganada de una vez para siempre. La Victoria de Cristo es nuestra Victoria. A pesar de nuestras debilidades, a pesar de tantas caídas, a pesar de nuestra cobardía y pusilanimidad.
¡Somos vencedores en Cristo, Rey de Reyes!
El ser humano es un ser esencialmente inclinado a la felicidad, y ésta, en el amor. La vocación en el amor es una vocación incolmable, sólo alcanzable en su plenitud más allá de la transformación que inexorablemente producirá la muerte.
El encuentro con Dios, la realización en el bien y la comunión con el prójimo son elementos carácterísticos y ontológicos de la criatura humana en su estado primario.
Esta vocación en el amor, la inclinación natural hacia el bien y la realización plena de la existencia en Dios, al que necesariamente hay que reconocer como creador nuestro, se truncan ante experiencias dolorosas de desamor, desencuentro y sufrimiento, a las que nos sentimos incapaces de vencer en el amor.
La libre voluntad del hombre parece realizar una mutación en los niveles más íntimos y profundos de la espiritualidad humana. La natural inclinación al bien, la divina vocación al amor se trasforman en injusto egoísmo, vanidad sin sentido y una especie de pseudoamor de escaparate que permiten compatibilizar los afectos más cercanos con la injusticia, el mal y la terrible realidad de un ingente número de angelitos que mueren de hambre ante nuestras risas y carcajadas, ante el jolgorio y alegría de nuestras opulentas fiestas, bajo el taconeo de nuestros bailes, frente a la indiferencia generalizada.
El día de la Exaltación de la Cruz ha sido vivido con intensidad en determinados lugares. No estoy refiriéndome a aquellos lugaren en donde la liturgia y las celebraciones adquieren un carácter especial por la festividad local, que también. Me refiero a ese mundo que decidimos obviar cotidianamente y que carga con la Cruz de ese Cristo que se nos hace presente en el prójimo, en nuestros semejantes. Esa Cruz adquiere estos día un protagonismo especial en tantos hermanos que padecen los efectos del huracan Ike. Noticias como "Ike arrasa en el oriente cubano" ó "Ike deja tras de si 500 muertos en Haití", han cruzado durante unos instantes nuestras vidas. Sin embargo, como siempre, la noticia pasa pero la Cruz se queda.
Y amar a la Cruz, exaltarla, no es otra cosa que aceptar el dolor, las dificultades, las miserias y las contrariedades de nuestras vidas. La exaltación de la Cruz nos invita a confiar en ella, a aceptarla y a abrazar la esperanza de que tras la Cruz se encuentra Él, el Amado, Áquel en el que todo cobra un sentido y obtiene su justificación.
Sobre la Cruz san Jose María nos aporta una maravillosa visión:
La Cruz, ¡la Santa Cruz!, pesa: «Fiat, adimpleatur...!» –¡Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas! Amén. Amén. (Forja, 769)
La Cruz no es la pena, ni el disgusto, ni la amargura... Es el madero santo donde triunfa Jesucristo..., y donde triunfamos nosotros, cuando recibimos con alegría y generosamente lo que El nos envía. (Forja, 788)
¡Sacrificio, sacrificio! –Es verdad que seguir a Jesucristo –lo ha dicho El– es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la Santa Cruz.
Quisiera mostrar un texto, aprovechando la sequedad intelectual que ocasionan ciertos acontecimientos mundanos, que he encontrado poniendo en orden uno de mis mayores tesoros terrenos: unos pocos libros que conseguí recoger de mi abuela.
El texto en sí fue publicado en 1910, aunque pudiera haberlo sido esta mañana. Su autor el P. Ramón Ruiz Amado de la Compañía de Jesús. El título de la obra "La Piedad Ilustrada.
"Con este nombre pretendemos designar lo contrario diametralmente a ese modo de considerar la Religión, por desgracia tan frecuente en nuestros días, como si fuera sólo un sentimiento dulce del alma, sin raices en la inteligencia ni eficacias en la voluntad racional.
Ese SENTIMENTALISMO RELIGIOSO, funesto para los que lo profesan, a los cuales entretiene en los tiempos bonancibles, y abandona desarmados en las más graves tormentas de la vida; y no menos detractivo para la Religión, que por él se convierte en una debilidad de almas afeminadas, despreciable para los corazones varoniles y para las inteligencias ávidas de la verdad; tuvo su origen (por lo menos en su moderna manifestación) en la filosofía subjetiva del pasado siglo.
Manuel Kant, extraviado entre los laberintos de la razón pura, y sintiéndose arrastrado por el vórtice del escepticismo que pretendía combatir, se agarró con la ciega tenacidad del naúfrago a esos que llamó dictámenes de la razón práctica, pero que en rigor no son sino vagos sentimientos del alma, ya que, la razón práctica verdaderamente tal, no puede andar divorciada de a razón pura o especulativa.
La Religión, considerada de esa suerte como un sentimiento más o menos connatural, pero sin fundamento en la verdad objetiva, no es más que una cobardía del corazón; una especie de coco de las personas mayores, cuyo temor se desvanece ante los ardientes ímpetus de las pasiones.
Por otra parte, ¡el que adora a un Dios en quien no cree, no es religioso, sino hipócrita o mentecato!
La cristología, nos dice el DRAE es el tratado de los refente a Cristo. En esta amplia concepción cabe todo pensamiento que se refiera a Jesucristo en cualquiera de sus dimensiones teológico existenciales.
En el estudio cristológico se contrapone frecuentemente al Cristo histórico frente al Cristo de la fe. Creo que debe de tenerse siempre presente que en el estudio de la cristología se anda por el buen camino cuando el Cristo de la fe es imagen y proyección de Jesucristo, histórico, real y verdadero.
Hay estudios cristológicos que verdaderamente me entusiasman. Reflejan una percepción profunda y espiritual del significado real de la encarnación y la redención. Cristo crucificado hoy en los más pobres y sufrientes; Cristo camino del Calvario acompañado hoy por todos los oprimidos, perseguidos injustamente, ultrajados y desapropiados; Cristo hoy elevado en la cruz con los pobres del mundo, como "siervo sufriente de Yahvé", como "divino traspasado".
Tristemente, la mayoría de estos estudios cristológicos rozan tanto el materialismo histórico que parecen olvidar en algunos aspectos, la desbordante realidad histórico-trascendental que supone la encarnación, pasión, muerte y resurrección del Verbo, en el insondable misterio de Dios. Afirmaciones tales como "si de hecho y por un imposible no hubiese en la historia fe real en Cristo, este dejaría de serlo" (Jon Sobrino, Jesucristo Liberador), desvirtúan la realidad histórica en la que se fundamenta nuestra fe cristiana.
"Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?. Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?" (Lucas 18, 7-8)
No es la fe del hombre la que da sentido o configura la persona de Cristo. Es la persona de Cristo la que fundamenta y da razón de nuestra fe. Sólo cuando esto es verificado en plena fidelidad podemos decir que "es perféctamente legítimo para una cristología partir de nuestra relación con Jesucristo" (K. Rahner, Cristología).
"Cuando se gritaa "no hay derecho", es porque se ha tomado conciencia de que la situación en que se vive no es humanamente soportable, por mucho que muchos quieran justificarla como natural o providencial, y se exige otra situación mejor, que se ajuste de verdad al derecho."
El texto reproducido forma parte del cuadernillo 155 de Cristianisme y Justícia "La Propiedad, ¿Es un Robo?" de Demetrio Velasco Criado. Debo decir que suelo ponerme en guardia a la hora de leer un cuadernillo de CJ, pero en este caso creo que el texto no tiene desperdicio y es de una necesaria reflexión personal. Al abordar el problema de la propiedad privada, tal como hoy se desarrolla, sin límites legales y morales, el estudio de Velasco nos presenta un claro esbozo del individualismo posesivo al que hoy nos enfrentamos en las sociedades occidentalizadas, que no puede más que deparar en la destrucción del propio ser humano.
Podemos consultar el texto referido al completo en:
http://www.fespinal.com/espinal/llib/es155.pdf
Y descargarlo en:
http://www.fespinal.com/html/cast/cijlliscast.php