MIGRAR, UN DERECHO INALIENABLE
Yo soy inmigrante. Siempre fui inmigrante. Siempre seré inmigrante.
Parece que el propio término inmigración, subjetiviza el problema al que deseamos referirnos, el de las migraciones de seres humanos, pero no desde el punto de vista del propio sujeto emigrante y de las condiciones y causas que provocan el hecho migratorio en si, sino desde la perspectiva del territorio o de la comunidad que los recibe, con agrado o muy a su pesar, desde ese punto de vista la persona es llamada inmigrante.
Así, parece que debo abordar los problemas que acarrea en mi vida la llegada del inmigrante, como va a afectarme, que consecuencias reporta en mi entorno, cómo debo reaccionar, que repercusiones tendrá en los míos. Parece que la situación del inmigrante, su humanidad, sus circunstancias, sus necesidades, etc, son aspectos sí a tener en cuenta, pero, siempre en función del “in” del emigrante, siempre con respecto a mi, a mi bienestar, a mi estabilidad.
Desde la profundidad de mi conciencia no deseo utilizar dicho término sujeto a estas consideraciones. Cuando me refiero a un emigrante estoy refiriéndome a un hermano, a un ser humano, dotado de igual dignidad que la que ostento, quizás de más. Si debo referirme a él como inmigrante, me referiré a mi mismo como inmigrante también. Inmigrante en la tierra que me vio nacer, inmigrante a la santa tierra a la que me desplacé, inmigrante en este mundo que me acogió y en el que se me ofreció la oportunidad de prosperar, y en el que, lo más importante, se me dio a conocer la esperanza de salvación y la misericordia de nuestro Dios.
Hago presente aquí el texto con el que Pío XII comienza la Constitución Apostólica Exsul Familia: “La familia de Nazaret modelo y consuelo de los refugiados. La familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José, emigrantes a Egipto y refugiados allí para sustraerse a las iras de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares y de todos los prófugos de cualquiera de las condiciones que, por miedo de las persecuciones o acuciados por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, los padres queridos, los parientes y a los dulces amigos para dirigirse a tierras extrañas.”
Vuelvo mi mirada hacia el más sufriente y desesperado de los emigrantes, el más desatendido, el más marginado, el emigrante sin papeles, el emigrante ilegal.
¿Cuál deberá ser mi postura, cual mi acción y respuesta como cristiano frente al hermano, cristiano o no cristiano, judío o samaritano, que empujado por la desesperación decide abandonarse a su suerte en un destino que muchas de las veces se torna más trágico y atroz que el que motivó la decisión de dejarlo todo en busca de la Esperanza? Tan sumergido me encuentro en mis banalidades, tan absorto en mi mundanidad. ¿Quién es ese que viene a mi puerta y llama? ¿Quién el que se desgarra los nudillos y ensangrienta sus manos de tanto golpearla? ¿Quién el que abandona suspendido su cuerpo en las aguas del Océano? ¿Quién el que yace muerto entre las rocas de nuestras costas? ¿Quién el que abandono su vida en la arena de nuestras playas? ¿Quién es aquella que vende su cuerpo en nuestras calles y carreteras? ¿Un inmigrante? ¿Una emigrante? ¿Quién los ha traído hasta aquí? Son tantas las preguntas que golpean mi inquieto corazón cuando reflexiono en el silencio. ¿Qué me separa de esa playa, de esa roca, de ese Océano, de esa angustia?
La inmensa dicha de poseer la tierra que asegura la prosperidad de los míos ciega mis ojos y no me permite ver el rostro de la desesperación que empuja a tantos y tantos hombres y mujeres, mayores y niños a abandonar su tierra y emprender la, más de las veces, trágica aventura del sin papeles.
Como cristiano, no puedo dejar de pensar en El, en mi Señor. “Oigo en mi corazón: -Buscad mi rostro.- Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”, rezo en el salmo. El rostro de ese tendido en la playa, el rostro de aquella mujer encajada entre las rocas, el rostro de aquellos que perecieron engullidos por el mar, el rostro de la amargura, del oprobio y de la desesperación, el rostro de esos que llaman a mi puerta. "El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado a mí" repite incansable Jesús.
¿Quién soy yo para poseer la tierra? ¿Quién para poner fronteras entre la miseria de los pueblos y a la prosperidad de los míos? No puedo tratar el problema de la dolorosa emigración sin tratar el verdadero problema del género humano, el problema de la riqueza. Mantenemos y disfrutamos del 80% de las riquezas de nuestro planeta una pequeña parte de él, el 20%.
El P. Werenfried Van Straaten en su libro “Dios llora en la tierra” hace un recorrido por las miserias que atenazan nuestro planeta y nos plantea un ejemplo revelador de esta cruda realidad en la que participamos: "Diez comensales se sentaron a una mesa, en ella habían dispuestos diez platos de sopa que debían de servirles de sustento para aquel día. En el momento en que iban a comenzar a disfrutar de la comida, dos de ellos, fuertes e inteligentes, se levantaron y acercaron hacia si ocho de los diez platos, dejando en la insuficiencia y la necesidad a los otros ocho comensales que deberán conformarse con repartirse los dos platos de sopa restantes." Esta injusta situación condiciona toda valoración que en conciencia pueda emitir sobre la emigración, controlada o incontrolada, legal o ilegal. Como cristiano me siento obligado a acoger a todo aquel que en paz llame a mi puerta. Como cristiano debo reconocer en todo rostro el rostro de Cristo, cuanto más en aquellos que huyendo de la desgracia, del hambre, de la guerra, de la injusticia muestran ante mi el rostro sufriente de mi Señor.
La Carta Pastoral de la Comisión Episcopal de Migraciones nos desvela el núcleo preciso desde donde abordar el sufriente fenómeno migratorio: “El problema original no es la emigración, sino la injusta distribución de los bienes”. Y de esta forma debo preguntarme, hasta que punto implico mi persona, mi propia vida en tan injusta situación, qué hago bajo mis limitados e insignificantes recursos, para apaliar el hambre, la necesidad, el sufrimiento y el dolor de mis hermanos, ¿de qué forma enjugo las lágrimas de mi Dios sobre la tierra? Asalta ahora mi mente la escena de la Verónica, ¿qué podía hacer ella frente a la suma injusticia? ¿Cómo podría ella reparar, apaliar tal afrenta, tal sufrimiento inconmensurable? ¿Luchar en fuerza contra los soldados, hacer valer su criterio frente al sanedrín, enfrentarse a toda Jerusalén y al propio Imperio? Ella, humilde Verónica, secó el rostro sudoroso y doliente de nuestro Señor, no hizo más, no podía hacer más, tampoco Jesús le pedía más, pero tampoco se quedo impasible, inmóvil, indiferente. ¿Qué deberé hacer yo?
En la Instrucción Erga Migrantes Caritas Christi, el pontificio consejo para la pastoral de los emigrantes e itinerantes recuerda que: “El cristiano contempla en el extranjero, más que al prójimo, el rostro mismo de Cristo” Y ese rostro, el rostro de mi Señor que busco y ansío en mi corazón, me interpela y me implora en el rostro del emigrante sufriente, como a la Verónica, que enjugue su sudor, seque sus lágrimas y de descanso a su rostro con el paño de mis posibilidades.
Las fronteras tal como hoy las entendemos, el fenómeno de los sin papeles, son fenómenos de nuestra modernidad, son consecuencias claras del injusto proceso de globalización al que nos enfrentamos y en el que, muy a nuestro pesar, participamos activamente.
El emigrante sufriente no abandona su hogar por mero gusto, por impulso curioso de asentarse en una nueva tierra. En muchos casos ni tan siquiera ha dejado tras de sí un hogar, huye del infierno, si de un verdadero infierno que ni tan siquiera intento o puedo imaginar. La realidad de ese ser humano que arriba a las costas que habito, que traspasa las fronteras impuestas, en un asfixiante habitáculo de un container, me es ajena. Día a día me reafirmo en negar la realidad del mundo en que habito y que desesperadamente golpea mi puerta. Quiero pensar que Jesús pasará por alto estas omisiones mías, pero bien se que no, “al final de la vida seré juzgado sobre el amor, sobre las obras de caridad realizadas a favor de mis hermanos más pequeños (cf. Mt 25 31-45), y también sobre la valentía y la fidelidad con que haya dado testimonio de Cristo (cf. Mt 10, 32-33).
Estos que hoy vienen y llaman a nuestra puerta son los hijos de aquellos que sufrieron el infierno del S. XX., son los hijos del campo de Valka, del túnel de Seul, de la aldea de Lo-Fong, de los suburbios de Bombay, del barrio de Cholón, de la isla de Mindanao, de las Navidades de Saigón, de la región de la Seca, de Nisia Floresta, de los alagados del Salvador, de la callampa de Chile, de las favelas de Río, de Kinshahs, Kivi, Isiro y Kinsangani, de la trágica sombra del telón de acero; son los hijos de aquellos cuyo clamor no fue escuchado por la amplia mayoría y hoy ya no soportan lo que sus padres se vieron obligados a padecer, aquella letanía de miseria, dolor y traición, aquellas tristes historias de pueblos indigentes y oprimidos condenados a la más absoluta indiferencia de mi abundancia y bienestar, condenados en esta vida a un infierno sin futuro y sin más esperanza que la de emigrar.
La realidad relatada por San Mateo de la huída a Egipto de la Sagrada Familia y las trágicas razones de ella, y los posteriores acontecimientos, pueden parecer a muchos una banalización al hacerlas hoy presentes ante la tragedia que suponen los grandes movimientos migratorios provocados por la desigualdad, el hambre y la guerra. Pero las palabras de Juan Pablo II que afirman: "En Cristo, al acoger a todo hombre, Dios se ha hecho "emigrante" por las sendas del tiempo para llevar a todos el Evangelio del amor y de la paz." Me obligan a ver en el mismo emigrante al mismo Dios que se me hace presente y me interpela, me empujan a acoger a todo extranjero desplazado tal y como acogería a la Sagrada Familia que pidiera morada en mi hogar.
Mi conciencia lejos de callar, grita, si ella callara, quizás Cristo hiciera gritar a las piedras ante mí. Debo ser solidario con nuestros países vecinos, hermanos, y ante el flujo migratorio incontrolado, desde ellos, crear en sus propios pueblos de origen posibilidades reales de desarrollo cultural, social y económico, abriendo sin discriminación posibilidades reales de migración controlada que garantice la integración social y cultural en nuestro país, y ante la miseria y la injusticia del mundo real que habito, renunciar a los recursos que deba renunciar en pos de la justa y cristiana preferencia por los pobres, oprimidos, perseguidos y exiliado del mundo, colaborando activamente al desarrollo cívico, económico, social y espiritual de ellos. ¡Claro que esto esta fuera de mi personal alcance!, pero en las medidas de mis posibilidades me veo obligado a promoverlo, defenderlo y contribuir a su establecimiento, en nombre de Cristo y de la Santa Iglesia a la cual pertenezco.
En la absoluta certeza de la Fe, el juicio prometido y la esperanza de la vida eterna apremian mi caridad y me apremian a promover entre mis hermanos esa caridad.
El propio Catecismo de la Iglesia Católica y el desarrollo doctrinal que a través del magisterio se establece en el seguimiento de la sana doctrina, la Constitución Apostólica “Exul Familia” de Pío XII, encíclicas como “Pacem in Terris” del beato Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y en particular la constitución pastoral Gadium et Spes, instrucciones pastorales tales como Pastoralis migratorum cura de Pablo VI, las encíclicas de nuestro Santo Padre Juan Pablo II Laborem Exercens, Sollicitudo Rei Sociales o Centesimus Annus, consideran ampliamente el posicionamiento que mi vida cristiana debe adoptar ante la tragedia de mis semejantes. El reconocimiento expreso del “radical derecho de todos los hombre a usar de los bienes de la tierra”, de la “libertad natural de emigrar” son el núcleo moral que debe mover mi acción cristiana frente al reto que representa el fenómeno migratorio que se presenta ante mi vida.
Sin embargo, en mi vida hasta hoy, poca y escasa consideración es la que he prestado a esta realidad que en esta semana presentamos a reflexión. Hasta ahora, la mayoría de las veces, he actuado como aquellos escribas y fariseos que viendo al prójimo caído en el camino daban un rodeo seguros de encontrar buenas argumentaciones y razones de la miseria del necesitado de auxilio y que sólo gracias al buen samaritano escapó de la segura muerte. “Bajo el pretexto de un posible caos sociopolítico se niega la obligación de acogida “ recuerda la Pastoral de las migraciones en España.
Se exhiben muchos argumentos sobre los condicionantes de la ayuda internacional, las limitaciones de los recursos de acogida, el interés general, el interés de la nación, de Europa ahora ya más específicamente. No encuentro proyecto socio-político que defienda el interés del ser humano como tal, que presente un proyecto claro y solidario con el hombre. Como cristiano parece que también yo he renunciado a esa posibilidad de sociedad humana que elevando como valores morales la renuncia y el sacrificio se desarrolle en pos de la justicia y la fraternidad. Parece que ya deba conformarme al mal menor de la apacible abundancia de mi vida.
Me resignaré a la injusta globalización y al capitalismo financiero, daré un rodeo en el camino y me amoldaré a la máxima comodidad, conformando a mi conciencia con las migajas que compartiré con los desheredados. Quizás este fue mi criterio hasta no hace mucho.
Hoy me enfrento semanalmente a inmigrantes sin nombre, sin historia, miro sus ojos que reflejan la humanidad de una vida, de un pasado, de un amor y de un profundo dolor y sufrimiento. Miro sus ojos que ocultan el camino dejado atrás, tantos nombres, tanto que olvidar, tanto que recordad. Miro los ojos del que a pesar de todo se siente privilegiado, son tantos los que no llegaron, cuantos más los que no pudieron tan siquiera iniciar el viaje, privilegio de una bolsa de plástico con dos panecillos una lata de atún, una de sardinas y algo de fruta.
El destino de estas personas cuanto menos es incierto, han llegado a nuestra tierra, los hemos retenido cuarenta días en un centro de concentración, decretamos una expulsión inviable y los soltamos a nuestras calles sin posibilidad alguna de encontrar un trabajo legal, son “sin papeles”. Condenados sin juicio previo a la marginalidad, la miseria y la delincuencia. Son carne de explotación, fáciles víctimas de las redes de robo y prostitución, presas empujadas al tráfico de drogas y al trapicheo nocturno.
¿Así de sencillo? ¿Así de dramático? ¿Cosas de la globalización y del capitalismo? Puede ser, pero no para mi conciencia cristiana.
Mi conciencia cristiana hoy grita, soy incapaz de acallarla. Las palabras de aquel cardenal chileno a mediado del S. XX, adquieren hoy más fuerza: “Porque Dios ha hecho la tierra para el hombre, que es el rey de la creación. Todo aquel que no dispone de espacio vital tiene derecho a apropiarse de un pedazo de esta tierra”; reivindicando la justicia, la solidaridad y la fraternidad cristiana. Hoy mi conciencia no descansa ante el contacto de la más negra miseria y la riqueza más despilfarradora de nuestra civilización. Hoy se hace presente el hambre de Kivi, la muerte acechante del ángel Mbwaki, los chiquillos sin leche, la falta de sal, las escenas dolorosas, los hambrientos abriendo tumbas de los asesinados para alimentarse con los restos de cadáveres, las epidemias, la carencia de médicos y medicinas, el horror y la barbarie de la guerra, la carne tumefacta de los cuerpos torturados; hoy la miseria y la indigencia del mundo se presenta a mi puerta, llama con fuerza desgarradora, en un desbordamiento de dolor e injusticia humana. Hoy Dios trae ante mis ojos la realidad que un día me obcequé en negar y en justificar.
Resuene hoy en la profundidad de aquellos corazones, acomodados y despreocupados de sus semejantes, la firme sentencia de la Iglesia de Cristo expresada en la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: "Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas."
Quiero terminar esta comunicación haciendo mía y adaptando a estas circunstancias una exhortación del P. Van Straaten: Los muertos que no han llegado a nuestras costas, algunos de aquellos que no lograron traspasar las fronteras “tienen nombres extraños: Cirhulwire, Mushangalusa, Nakatiya, es decir: Dulzura, Ternura, Fuente de Alegría ¿Figuran inscritos en la lista de las víctimas del hambre, cuyas muertes claman venganza al cielo? ¿O podemos acaso aplacar aún la infinita cólera de Dios haciendo un esfuerzo supremo para salvar sus vidas? ¡Pobre de la humanidad si llegamos con retraso! ¡Pobre de mi si carezco de generosidad. Y ¡ay de todos nosotros si no comprendemos que la vida del más pobre de esos “pequeños del evangelio” vale más que el bienestar del que disfrutamos inmerecidamente!
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Dolores -