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HOY TEOLÓGICO - Alfonso Luis Calvente Ortiz

HUMBERTO - Una Historia y una reflexión.

La cama se le hacia fría y solitaria a pesar del lujoso ajuar que la adornaba y de las numerosas personas que a su alrededor se encontraban. Sabanas de raso cubiertas con un edredón de terciopelo bordado en oro, médicos, enfermeras, conocidos y sirvientes, todo, ya no se hacia notar en su presencia.

 

Hacía varios meses que yacía aquejado de una extraña enfermedad, Sus rollizos noventa y cuatro kilos de peso habían quedado en tan solo cuarenta, huesudos y descarnados. Su bella cabellera rubia se había convertido en cuatro pelos blancos mal colocados cual hilos de telaraña destartalados por el viento.

 

Humberto, que así se llamaba, contaba con cuarenta y cinco años de edad, hijo de una familia adinerada del norte de Valencia había pasado toda su vida rodeado de lujos y facilidades. Las penalidades, el trabajo, el esfuerzo, las dificultades, eran palabras extrañas para él. Sin embargo, en esta hora, tal vida llena de comodidades y placeres se le antojaba vacía.

 

De niño no había tenido más compañía que la de su niñera Carmiña y el grupo de profesores, muy numeroso por cierto, que se ocuparon de su educación. Su padre, hombre de negocios donde lo hubiera, apenas paraba en el hermoso palacete de Villa Engracia, siempre viajando de aquí para allá, ahora en Madrid, otra hora en Tokio. Su madre murió al venir él al mundo, y tan solo guarda su imagen un amplio cuadro al óleo que preside el gran salón de la mansión. Solo, siempre se sintió solo, a pesar que Carmiña, Carmi la llamaba él, lo quería más que a un propio hijo.

 

Todo el amor y ternura que Carmiña le ofrecía, Humberto lo transformaba de una manera innata en odio y resentimiento. Cuando alcanzó los ocho años de edad comenzaron las humillaciones.

 

-         Carmi, no eres más que una simplona, ignorante sirvienta que ni siquiera sabes hacerme el nudo de los zapatos – Le decía toda las mañanas de la manera mas desagradable y despectiva imaginable.

-         Ay, mi niño, cuan falto de cariño y amor estas, ¿qué será de ti en esta vida? Le respondía cariñosamente ella.

 

Su carácter se fue haciendo frío y distante y tan solo una pizca de emoción le brotaba en las mejillas cuando el sufrimiento ajeno se le antojaba profundo e irremisible. Pero tal emoción no respondía a un sentimiento de pena o compasión como sería natural, no, ante la desgracia ajena su corazón palpitaba con fuerza, la cabeza se le embriagaba y un gran gozo se apoderaba de él. Se sentía bien, satisfecho y reconfortado. Parecía que la paz y el sosiego de los  que él no podía disfrutar, se veían compensados por la perturbación y el sufrimiento de su prójimo.

 

Cuando su padre murió, contaba él con dieciocho años recién cumplidos,  durante el funeral sus ojos parecían perdidos y su mente distraída en alguna banal reflexión. Carmiña se le acercó.

 

-         No se entristezca tanto el señor Humberto - así le había obligado a llamarle tras cumplir los quince – Su padre ya goza de la gracia de Dios y la disfruta junto a su santa madre. –

 

-          Que mezquina eres Carmiña, no estoy triste ni apesadumbrado, tan solo estoy reflexionando con que disfrutare más, si despidiéndote en este momento o haciéndote la vida imposible para que de tu propia voluntad abandones la casa.  – Le respondió él.

 

Viendo que Carmiña quedaba petrificada y que no lograba comprender el alcance de sus palabras, le recrimino;

-         Si, mejor que te adelantes tú a la casa y recojas tus cosas, yo llegaré en hora y media, y si todavía permaneces allí ordenaré a los criados que te saquen a la fuerza y arrojen tus pertenencias fuera de la finca. El lunes podrás pasa por el despacho de Don Anselmo a recoger tu liquidación.

 

Dicho esto, se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el enrejado del pequeño cementerio, un brillo de satisfacción chispeo en sus ojos al modo de estrellas fugaces que encuentran su fin en el principio de su muerte.

 

Tantos recuerdos con los que siempre se había regocijado le pesaban ahora cual losa sobre su corazón. Había perdido la vista y el tacto de sus miembros, tan solo un leve susurro que penetraba en sus oídos y el fluir del aire atravesando sus pulmones le hacían notar que aún permanecía vivo, en su cuerpo, aquel cuerpo que tanto había cuidado y al que no había regateado placer alguno.

 

Tras la muerte de su padre, Don Anselmo, abogado y administrador le hizo partícipe del testamento que el difunto había otorgado. Tal y como él esperaba fue nombrado heredero universal de un patrimonio que según estimaciones del propio Don Anselmo podía alcanzar los ocho mil quinientos millones de pesetas, con una renta anual de unos ochocientos millones.

 

A partir de ese momento Humberto cambio considerablemente de vida. Ya no permanecía recluido la mayor parte del tiempo en Villa Engracia limitándose a esporádicos encuentros con los del Club de Campo. Ahora se dedicaba a viajar acompañado de una chusma compuesta por una clara mayoría femenina y unos cuantos varones siempre menores que él. La vida le transcurría de fiesta en fiesta, de orgía en orgía, y no fue uno el capricho que no dejara de otorgarse tanto en el aspecto vanidoso como carnal. Aunque su forma de vida cambio notablemente, la intención de su corazón no varió ni un ápice durante los diez años que se mantuvo en esta continua bacanal. Siempre maltrato a sus semejantes, siempre procuro envilecer al que lo acompañaba y humillar al que lo servía. De cuando en cuando volvía un par de semanas a Villa Engracia, en donde guardaba reposo y se recuperaba del trajín de su vida.

 

Ahora todo aquello tan lejano, tan distante en el tiempo volvía a golpear con fuerza el abandono en el que se sentía sumido. Sabía que estaba agonizando, sabía desde hacía algún tiempo que nada se podía hacer por su vida. De nada le sirvieron los viajes a los mejores Hospitales Suizos y Americanos, el proceso de su enfermedad desafiaba los últimos adelantos médicos, y aunque en alguno de esos hospitales se le aplicaron tratamientos innovadores tan solo consiguió alargar el sufrimiento que la enfermedad le producía.

 

-         ¡Ay! Humberto -, se decía, - ¿dónde a quedado todo aquello?, ¿qué ha sido de aquella prepotencia que te engrandecía conforme humillabas y menospreciabas a cuantos te rodeaban?, ¿qué te queda ahora sino un enorme vacío que no consigues llenar con pensamiento ni recuerdo alguno?, ¿Por qué este acongojo que apresa tu alma y la sume en un profundo pozo del que ya te es imposible salir? Todo esto es producto de la enfermedad, no es posible que me este sucediendo a mi, yo no merezco esto, yo soy Humberto De Balcarce y Torrelaguna.

 

Don Anselmo había continuado administrando los bienes legados a Humberto hasta el día presente, se hallaba a los pies de la cama conversando con el médico, Dr. De la Fuente, sobre la evolución y término de la extraña enfermedad.

 

-         Hace tan solo seis meses se encontraba esplendoroso firmando unos documentos en mi despacho, ¿cómo es posible verle ahora en tal lamentable estado? – Susurró Don Anselmo

-         Es una extraña enfermedad provocada por una degeneración genética que tan sólo afecta a una de cada diez millones de personas en el mundo. Es un caso de muy mala suerte.- Replico el Dr. De la Fuente con un reconocible tono de impotencia.

 

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(REFLEXION 1ª)  

Amar al prójimo como a ti mismo. Que simple, y que grandeza en el mandamiento que Cristo nos dejó. Si, amaré a Dios sobre todas las cosas, y si de esa manera bien actúo habré cumplido con todos los mandamientos referidos en el antiguo testamento, ¿cómo amando a Dios de tan manera podría faltar a alguno de los 10 Mandamientos? ¿Y entonces que guarda el segundo mandamiento que Cristo nos deja? ¿Qué añade al insuperable amor que debemos tener por Dios? Hoy paseando rezaba por diversas causas y rogaba a Dios apelando a su infinita Bondad y Misericordia que iluminara mi espíritu, amansara mi alma y confortara mi corazón para que apartando de mi todo mal e inspirándome la fuerza del Espíritu Santo pudiera yo vencer las tentaciones, romper las redes que Satanás tiende ante mi y  poder alabar y adorar al Dios Eterno sin cargar más pecados sobre la bendita Cruz con la que nuestro Cristo cargó. Cuando  pensando en mi plegaria y siempre con la Fe y Esperanza puesta en nuestro Señor Jesucristo, he caído en la cuenta de cuan egoísta eran mis deseos. Si, es verdad que oraba por la humanidad, por los malvados para que encuentren el camino de la luz, por los buenos para que no extravíen su andar, por los que sufren para que encuentren alivio, por los inocentes para que sacien su sed de justicia, por mis allegados, familiares y difuntos, pero en el trasfondo de mi plegaria era yo el que deseaba ser salvado y quizás sentía que ese amor que debo dar a mi prójimo es el camino de mi salvación y eso era lo que buscaba en realidad, mi propia salvación desde una perspectiva egocéntrica cuando no egoísta. Y enseguida múltiples cuestiones se acumularon en mis pensamientos, de ahí la necesidad de dejarlas por escrito, ya que la inquietud que tales cuestiones despertaban en mi se me hacían vislumbrar como puertas a un nuevo paso hacia el amor de Dios. ¿Cómo amar a mi prójimo como a mi mismo y desear mi salvación antes que la suya? ¿Cómo amar a Jesucristo que tan infinitamente nos amó y nos ama a todos, los que fueron, los que somos y los que serán, y únicamente ansiar y buscar las herramientas para mi propia salvación y si acaso la de algunos pocos allegados? ¿No será que Cristo me exige más que incluso amar a mis enemigos? ¿No será que para encontrar a Dios deberé encontrar lo que el ama? ¿No sobre cayeron, sobre caen y sobre caerán  todos nuestros pecado sobre la Cruz de Cristo? ¿Cómo acaso no debo ansiar compartir tan dura carga? Y ya no tan solo por el amor que debo a Jesucristo si no por el amor que el me exige hacia mis semejantes. Amaos los unos a los otros como yo os he amado. ¿No debo entregarme yo por mi prójimo? ¿No debo cargar yo con sus pecados? ¿No debo ansiar la salvación de los demás antes que la mía propia? ¿Así deberé ser siervo de todos y entregar mi vida en la búsqueda de la salvación de mis semejantes? Si consiguiera verdaderamente amar a Dios sobre todas las cosas, sería una buena alma, cumpliría con los mandamientos, adoraría y alabaría a mi salvador eternamente, pero ¿sería eso lícito sabiendo que hay hermanos que también son parte de Dios que no han sido capaces de alcanzar su Gloria? Cristo a todos nos amó como a uno, todos como uno debemos implorar su misericordia y cada uno en nombre de todos debe orar y entregarse al altísimo. ¿Cómo pues puedo yo ansiar mi salvación sin contar con la salvación de todos mis hermanos? ¿Cómo yo podría alcanzar la Gracia Eterna dejando parte de lo que Cristo tanto amó sucumbir al fuego eterno y no ofrecerme yo como expiación de sus pecados? Si, podría decir que el Plan Universal de nuestra Salvación confeccionado por el Padre pasa por ahí, pero realmente, aunque así sea, yo deseo amar a Cristo por encima de todas las cosas, entregar todo mi ser a su eterna voluntad ya que a través de El y por la Gracia del Espíritu Santo recibiré al Padre, y amando a Cristo debo amar su Cruz y cargar con lo que en su voluntad esté que yo cargue y no ansiar más que lo que El deseó que es la salvación de todos nosotros, no la de cada uno de nosotros de un modo individual, sino la de todos como hermanos que somos y uno en unión con Cristo Nuestro Señor.

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Don Antonio el Párroco de la Villa entro entonces en la habitación. Por dos veces había intentado suministrar los últimos sacramentos al moribundo, pero en aquellas ocasiones el propio Humberto le había obligado a abandonar la habitación a fuerza de gritos y algún que otro objeto que le había arrojado con sus propias manos, pero ahora le habían avisado que Don Humberto ya yacía inconsciente y prácticamente en como.

 

-         Buenas tardes, la Paz sea con vosotros – Saludó el Padre.

-         Buenas tardes Don Antonio – Respondió  el Dr.

-         Buenas tardes – respondieron casi al unísono y en baja voz el resto de los que se hallaban en la habitación.

-          

Dirigíase al lecho con la intención de asistir al moribundo cuando Don Anselmo le salió al paso.

 

-         Lo siento Don Antonio, no se lo puedo permitir –

-         ¿Qué dice usted hombre de Dios? – Replicó el sacerdote.

-         ¡Mire Padre!  Estas son las últimas voluntades testadas ante notario de Don Humberto – Explicaba el abogado – Después de su última visita, que usted bien recordará, D. Humberto esperando lo que usted intenta hacer dejo bien claro que rehusaba a recibir ningún sacramento que usted o cualquier otro sacerdote procurara suministrarle, declarándose sin equivocación posible agnóstico y declarando que el bautismo y comunión que en su niñez le fueron procurados, lo fueron hechos contra su voluntad.

-         ¡No es posible!  ¡Dios le asista! - Exclamó el Padre –

 

¡No! ¡No! - Se repetía a sí mismo Humberto - No puedo estar tan solo. ¡Madre! ¡Padre! ¿Qué es lo que hemos hecho?

Un gran pozo oscuro y sin fondo se habría dentro de sí. - ¿Qué ocurre? Ya siquiera oigo ruido alguno, ¡no fluye el aire de mis pulmones! ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? – Se repetía con gran desesperación – Todo era sórdido y oscuro, tan solo una inmensa sensación de abandono y desolación le hacía pensar que aún existía.

 

 De pronto, una lejana y sosegada voz le preguntó - ¿Qué traes Humberto?

 

Su mente no funcionaba, no era capaz de articular pensamiento alguno, solo un flujo de sentimientos propios comenzaban a fluir a través de él.

 

-¿Qué traes Humberto? -  Repitió aquella muda pero inapelable voz.

 

Humberto no podía reaccionar, se hallaba perdido en un tupido bosque de odio, resentimiento, desencuentro, vanidad, egoísmo, y tantos otros malos sentimientos que habían dirigido su vida, y que ahora se volcaban sobre él.

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¡Humberto! – Volvió a pronunciarse aquella voz - ¿No traes nada? ¿Qué será de ti Humberto?

 

Y entonces y solo entonces Humberto se dio cuenta de donde estaba y que es lo que había pasado. Y ya sólo sentía ese tupido bosque que le desgarraba desde lo más profundo de su alma. Conforme la desesperación le iba en aumento mas denso se le hacía el bosque que el había creado y tan solo muy de vez en cuando el lejano llanto de un recién nacido llegaba a su sentir haciéndole guardar por un pequeñísimo instante un ápice de esperanza que se desvanecía sin dejar rastro. – ¡Humberto, éste tampoco traerá nada por ti! -

 

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(REFLEXION 2ª)

¿Podría yo gozar de la gracia eterna con tantos y tantos Humbertos? O Señor hazme herramienta de redención o condéname con todos los que no han sido capaces de arrepentirse, porqué mi alma no podrá llenarse de gozo sintiendo a uno solo de mis hermanos sufrir por sus errores que en definitiva son los errores de todos nosotros.

Hoy Cristo abre mis ojos y me repite “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros como Yo os he amado”.

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(ULTIMA REFLEXION)

  ¿No debo entregarme yo a mi prójimo? ¿No debo cargar yo con sus pecados? ¿Deberé ser siervo de todos y entregar mi vida en la búsqueda de la salvación de mis semejantes?. Son cuestiones difíciles y delicadas; parto ahora de donde en aquella ocasión concluía, "Amaros los unos a los otros como Yo os he amado", el Mandamiento Nuevo de Cristo nuestro Señor. De aqíi es de donde creo nacían esas cuestiones, del sentimiento por el que El me muestra cuanto hizo por mi en particular y por todos en general, y cuan poco puedo hacer yo por El y mis semejantes.¿Entonces? ¿Que me quería trasmitir Cristo? "Amaros los unos a los otros" es la parte del mensaje más sencilla y fácil de comprender, pero, ¿cómo? "Como Yo os he amado". Es la segunda parte del Mandamiento el que me revela el error incluído en las cuestiones iniciales, "Como Yo os he amado". Jesús nos ama con divina locura y con infinita bondad, pero El materializa ese amor en el abandono a la voluntad del Padre. No, yo no debo entregarme a mi prójimo (que mal sería interpretado este trozo si se sacara de contexto) de una manera subjetiva y con origen en mi mismo, no, yo debo amar a mi prójimo con desmesura y a Dios sobre todas las cosas, y es a Dios a quien debo entregarme y abandonarme a El para que se haga en mi su voluntad con la predisposición de aceptar voluntaria todo cuanto de El provenga y El ponga como propósito en mi vida ; ¿No debo cargar yo con sus pecado? No, de ninguna manera puedo hacer mío ese propósito, yo debo desear con toda mi alma la unión de todos en uno que es Cristo nuestro Señor, y con ese deseo, entregarme a Cristo y abandonarme en El a su Santa voluntad, con la predisposición a aceptar cuanto el crea conveniente para mi propia salvación y la de todos mis hermanos, y estaré en esa voluntaria predisposición tanto si Cristo desea que le sirva en el cuidado de mi familia como si para mi tuviera destinado el Santo gozo del martirio ; Deberé ser siervo de todos y entregar mi vida en la búsqueda de la salvación de mis semejantes? No, yo no soy digno de tomar tales decisiones, aborrecible soberbia, yo sólo deberé ser siervo de Dios y a El y solo a El debo entregar mi vida en la búsqueda de El y tras los pasos de Cristo Nuestro Señor, con la predisposición aceptada voluntariamente de que El haga útil en mi lo que crea necesario y oportuno sin condición ni limitación alguna.

 

¿Cómo yo podría alcanzar la gracia eterna dejando parte de lo que Cristo tanto amó sucumbir al fuego eterno y no ofrecerme yo como expiación de sus pecados?

 

 ¡Dios mío perdóname! ¡Cómo puede alcanzar tan alta cota la soberbia humana. "Yo" no existe, no soy nada sin ti, Tu lo eres todo, y este insignificante ser que Tu mismo has creado utiliza las herramientas de la razón, divino, gratuito e inmerecido regalo tuyo, para alzarse soberbiamente como si algo pudiera hacer fuera de Ti. Yo me abandono a Ti a través de Cristo nuestro Señor y por la gracia que ruego del Espíritu Santo; ya Cristo nos lo advierte "Quien no se niegue a si mismo y a cuanto le rodea no es digno de Mi". ¿Quien soy para atreverme a cuestionar tus Divinos Planes, tu Divina Justicia y tu Infinita Misericordia. ¡Perdóname Cristo!

 

 

Tenerife 6/3/2003 (Historia comenzada en Dic 2002)

1 comentario

Dolores -

Me ha gustado mucho el final de la historia de "Humberto", cuando ya muerto oye una voz que le pregunta "¿Qué traes?", y cómo, por los siglos de los siglos, resulta que ningún alma trae nada nunca para redimirle. Es triste, pero es una historia bellísima. Y en eso estoy de acuerdo, si no te das cuenta en vida de los errores cometidos, difícil que después de muerto puedas hacer nada si has estado equivocado.